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sábado, 6 de agosto de 2022

Peer Gynt, de Edvard Grieg y Henrik Ibsen

Vamos a incursionar algo más profundamente en una obra que siempre visita nuestras clases, pero de la que solemos escuchar solo algunos números: Peer Gynt, de Henrik Ibsen.
Ibsen es uno de los dramaturgos más señalados de Noruega, y vivió en el siglo XIX. 
La literatura nórdica (y su cine, quizá desde Dogma 95) suele ser impía, crítica, profunda, con tintes casi místicos y unos retratos de la realidad pasmosos. 
Peer Gynt tiene algo de esto también.

La historia de Ibsen, que musicalizará un coetáneo y paisano suyo, Edvard Grieg, duraba muchas horas y lo más probable es que alcanzara el éxito gracias a la pluma del músico. En principio la música acompañaba la obra teatral (lo que se llama música incidental) pero con el tiempo, como pasa muchas veces, se independizó.

Ahora, te cuento la historia.

Los tres primeros actos cuentan lo siguiente:
Peer es un veinteañero vago, algo borrachín, enamoradizo y con una mamá un tanto peculiar. 
Aase, la señora, se la pasa rezongando y echándole en cara su falta de colaboración y su frondosa fantasía.
Peer es un soñador, y en sus devaneos ve su futuro triunfante y poderoso, cuando su presente es mísero.
Peer asiste a la boda de Ingrid con Mats, y al llegar se encuentra con que Ingrid está enamorado de él y rechaza a Mats. El desesperado novio le pide a este bribón ayuda y el muy simpático (que, además, había dado buena cuenta de los vinos de la fiesta y estaba bastante achispado) se escapa con Ingrid.
En el interín ha conquistado el corazón de Solveig y a él le ha llamado la atención su candidez, pero eso no le impide seguir adelante con sus planes de seducción. 
Pasa la noche con Ingrid y luego por la mañana la desdeña, comparándola con Solveig.
Conocerá luego a la hija del rey de la montaña, y comenzará otro cortejo. 
Le entusiasma la idea de, finalmente, heredar un reino.
Pero toda la familia política que está a punto de adoptar es rarísima. Son troles (trolls), duendes, goblins... y están decididos a hacerlo uno de los suyos, despojarlo de su humanidad, aunque para eso se requiera quitarle los ojos o ponerle un rabo. Además se enteran de que la princesa trol tendrá un hijo suyo. Le dicen que su lema debe ser bástate a ti mismo. Peer decide que quiere ser él mismo por sobre todas las cosas y logra escapar del apuro. 
En su periplo da con una voz en la oscuridad que le hace preguntas crípticas y da respuestas del mismo sesgo, con lo cual la conversación es un tanto onírica, o etílica, o ambas cosas.
Luego dará con Helga, la hermana de Solveig, y le pide que le suplique que no se olvide de él.
El muchachito construye una cabaña en el bosque y, para su asombro y felicidad, aparece por esos lares Solveig. 
Peer está emocionado y absorto contemplando la belleza de la muchacha, que le profesa el más puro amor.
En esas están cuando aparece una mujer con un chiquito feo. Peer no la reconoce pero ella se identifica como la princesa trol y le dice que el nenito es su hijo, que debe ocuparse de alimentarlo, que vive al lado y que no lo dejará en paz.
Cuando la mujer se va, queda hundido en el más absoluto desánimo. Solveig lo reclama desde la casa y él se excusa diciendo que se va a buscar leña.
Peer va a casa de su mamá, a quien han embargado los muebles, y que está en cama. Se alegra mucho de volver a ver a su hijo, y recuerdan tiempos felices de la lejana infancia, y ella le confiesa su miedo ante la muerte inminente. Peer despliega su imaginación para alejar la gélida realidad, y con palabras la transporta a una fiesta en un corcel, una fiesta en que el portero es San Pedro, que le permite la entrada. 
Es una escena conmovedora, en que el muchacho brinda confort y cariño en los últimos momentos de vida a su madre con el único recurso que posee: contando historias y aferrándose a la balsámica fantasía.
Aase muere y Peer se va a Marruecos.
En el cuarto acto lo encontramos ya cincuentón y rico gracias a traficar con esclavos y comerciar con China, y tras haber visitado variados rincones del planeta. Sueña con ser emperador del mundo, pero durante su estancia en el desierto africano es tomado por un profeta. 
Siguiendo sus usos y costumbres, se encapricha con Anitra (una bailarina, ¿eh? No un pato, no). Una de las primeras cosas que ella hace es hacer que le obsequie una esmeralda. Luego se escapan y en medio del desierto ella logra que Peer le ceda todas sus piedras preciosas. Una vez despojado de sus riquezas, lo abandona.
Lejos de desesperarse por la situación, se alegra por la libertad que le concede el no poseer nada. Llega a Egipto, donde contemplará y escuchará, como Adriano, la estatua cantarina y luego la esfinge de Guiza. (Curiosamente habla de intentar localizar Troya, cosa que estaba a punto de suceder gracias a Schliemann).
Allí lo tomarán por emperador y lo llevarán a un manicomio de El Cairo, donde debe aconsejar a los sabios locos, y en el que se suceden escenas escabrosas.
El último acto encuentra a Peer regresando a Noruega.
El barco atraviesa aguas procelosas y uno de los pasajeros le propone que, en caso de que se ahogue, le ceda su cadáver para estudiarlo. El barco zozobra pero Peer logra llegar salvo a tierra.
En su pueblo se cuentan historias sobre Peer Gynt pero la gente no lo reconoce y lo dan por muerto, ahorcado en tierras extrañas.
En el bosque se topa con la casita en que Solveig aún lo espera y piensa que ese era su reino, que mientras recorría el mundo buscándolo, allí lo había tenido siempre.
Lo atormentan pensamientos de caminos no transitados, de elecciones mal hechas, de que pudo haberse equivocado. En eso pasa la muerte personificada como un fundidor, y lo emplaza para el día siguiente.
Una de esas prórrogas tan socorridas que ya encontramos en tantas obras, ¿verdad?
Se encuentra con el rey de las montañas (el viejo Dovre) a quien pide atestigüe ante el fundidor que se mantuvo fiel a su principio de ser él mismo, y el rey le hace ver que no ha sido así sino que ha seguido la doctrina de bastarse a sí mismo, de ser un egoísta. Que finalmente se había convertido en  duende a su pesar.
Se topará Peer con el diablo, flaco y con pezuñas en las patas, y le pedirá ciertas prebendas pero fracasa y el demonio lo destinará a las calderas por haber sido un tibio.
Como en el cuento de Cocteau, al enterarse de que el flaco está buscándolo a él, a Peer, intenta confundirlo para ganar algo de tiempo y postergar lo inevitable, y le dice que sabe que Peer Gynt está en el Cabo dispuesto a embarcarse.
(Lo de pedir más tiempo cuando la hora ha llegado es algo muy humano, que vimos ya en poemas -el Romance del enamorado y la muerte, y en películas El séptimo sello, de Ingmar Bergman-. Creo que es un llamado de atención, una invitación al carpe diem tan mentado y tan poco practicado, a tomar conciencia de nuestra finitud).
Finalmente Peer vuelve a casa de Solveig y muere en sus brazos cuando el fundidor -la muerte- aparece.




 



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