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sábado, 21 de marzo de 2020

Corrientes del siglo XX, ampliación: el Futurismo (II)



Vamos a introducirnos en la corriente futurista reflexionando sobre dos fenómenos que podrían explicarnos cómo se llega a la producción de este tipo de expresión artística.

Por un lado, en el marco de la disolución de las reglas armónicas que venían sucediendo desde fines del siglo XIX, la sensación de la inestabilidad melódica, armónica y estructural, fue ganando espacio y cobrando corporeidad.
Por otro, desde siempre el ruido había tenido un lugar dentro del paisaje sonoro que circunscribe la música. Pensemos en los instrumentos de percusión de sonido indeterminado. ¿No hacen, acaso, ruido? Y en muchas óperas se precisan efectos como máquinas de viento, y a partir del Romanticismo la sección de la percusión deja de ceñirse solo a la presencia de los timbales para enriquecerse con látigos, cajas chinas, carracas, güiros.
Entonces, a comienzos del siglo XX, casi cualquier combinación sonora estaba permitida en la composición musical, lejos de las rígidas reglas contrapuntísticas, que pasan al rincón de las ideas vetustas arrasadas por la modernidad.

Más allá de estas consideraciones, a fines del siglo XIX encontramos avances tecnológicos que revolucionarán no solo las actividades cotidianas, facilitándonos el trabajo y el desplazamiento, sino el paisaje sonoro cotidiano.
Baste como ejemplo la invención del fonógrafo de Edison en 1877, que hizo que la relación del oyente con la música dejara de pasar inexorablemente por asistir a un espacio de concierto y por la figura del intérprete.
Se crearon nuevos paradigmas musicales, nuevas relaciones hasta ese entonces impensadas, lo cual hizo que Debussy, cual ludita, se rebelara contra las tiendas en las que podían escucharse piezas musicales a voluntad.
Poco después Thaddeus Cahill inventaría el primer instrumento musical totalmente electrónico, una mole que ocupaba toda una planta: el telarmonio.
Verás que antes de la palabra que nos remite al armonio, está la partícula tel.
Esto es porque los sonidos eran pasibles de ser transmitidos por vía telefónica luego del pago de una modesta suma.

Ahora bien, estas rupturas enérgicas suelen provocar vehementes detractores y ardientes defensores, que se apoyan en teorías ideológicas que los avalen.


Filippo Marinetti, Francesco Balilla Pratella y Luigi Russolo vincularon el arte con la idea que semeja un oxímoron: la de la destrucción.
Sostenían que podía recabarse mayor fruición exponiéndose a los ruidos de los tranvías, los motores, los automóviles y las hordas de gente que de volver a oír la Heroica o la Pastoral (refiriéndose a Beethoven, naturalmente).

En 1909 se publicó el Manifiesto futurista, firmado por Filippo Tommaso Marinetti, y cuatro años después Russolo firmaría El arte de los ruidos.

Vamos a leer el primero de ellos.


 Manifiesto del Futurismo 


 I. Queremos cantar el amor al peligro, a la fuerza y a la temeridad.
 II. Los elementos capitales de nuestra poesía, serán el coraje, la audacia y la rebelión.
 III. Contrastando con la literatura que ha magnificado hasta hoy la inmovilidad de pensamiento, el éxtasis y el sueño, nosotros vamos a glorificar el movimiento agresivo, el insomnio febriciente, el paso gimnástico, el salto arriesgado, las bofetadas y el puñetazo.
 IV. Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera con su vientre ornado de gruesas tuberías, parecidas a serpientes de aliento explosivo y furioso... un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia
 V. Queremos cantar al hombre que es dueño del volante cuyo eje ideal atraviesa la Tierra lanzada sobre el circuito de su órbita. 
 Vl. Es necesario que el poeta se desviva, con ardor, con fuego, con prodigalidad por aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales, su ignición.
 Vll. No hay belleza más que en la lucha. No debe admitirse un jefe de escuela si no tiene un carácter recalcitrantemente violento. La poesía debe ser un asalto agresivo contra las fuerzas anónimas y desconocidas para hacerlas que se inclinen ante el hombre.
 VlIl. ¡Estamos sobre el promontorio extremo de los siglos! ¿A qué mirar detrás de nosotros, que es como ahondar en la misteriosa alforja de lo imposible? El Tiempo y el Espacio han muerto. Vivimos ya en el Absoluto, puesto que hemos creado la celeridad omnipresente.
 IX. Queremos glorificar la guerra—única higiene del mundo—el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan y el desprecio a la mujer.
 X. Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias.
 XI. Cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía, las resacas multicolores y polífonas de las revoluciones en las capitales modernas: la vibración nocturna de los arsenales y de los almacenes bajo sus violentas lunas eléctricas, las estaciones ahítas, pobladas de serpientes atezadas y humosas, las fábricas suspendidas de las nubes por el bramante de sus chimeneas; los puentes parecidos al salto de un gigante sobre la cuchillería diabólica y mortal de los ríos, los barcos aventureros olfateando siempre el horizonte, las locomotoras en su gran chiquero, que piafan sobre los raíles, bridadas por largos tubos fatalizados, y el vuelo alto de los aeroplanos, en los que la hélice tiene chasquidos de banderolas y de salvas de aplausos, salvas calurosas de cien muchedumbres. 

Lanzamos en Italia este manifiesto de heroica violencia y de incendiarios incentivos, porque queremos librarla de su gangrena de profesores, arqueólogos y cicerones. 
 Italia ha sido durante mucho tiempo el mercado de los chalanes. Queremos librarla de los innumerables museos que la cubren de innumerables cementerios. 
 ¡Museos, cementerios! ¡Tan idénticos en su siniestro acodamiento de cuerpos que no se distinguen! 
Dormitorios públicos donde se duerme siempre junto a seres odiados o desconocidos. Ferocidad recíproca de pintores y escultores matándose a golpes de línea y de color en el mismo museo. ¡Que se les haga una visita cada año como quien va a visitar a sus muertos llegaremos a justificarlo!... ¡Que se depositen flores una vez por año a los pies de la Gioconda también lo concebimos!... ¡Pero ir a pasear cotidianamente a los museos, nuestras tristezas, nuestras frágiles decepciones, nuestra cólera o nuestra inquietud, no lo admitimos! 
¿Queréis emponzoñaros? ¿Queréis podriros? 
¿Qué podéis encontrar en un anciano cuadro si no es la contorsión penosa del artista esforzándose por romper las barreras infranqueables de su deseo de expresar enteramente su sueño? 
 Admirar una vieja obra de arte es verter nuestra sensibilidad en una urna funeraria en lugar de emplearla más allá en un derrotero inaudito, en violentas empresas de creación y acción. 
¿Queréis malvender así vuestras mejores fuerzas en una admiración inútil del pasado de la que saldréis aciagamente consumidos, achicados y pateados? 
En verdad que la frecuentación cotidiana de los museos, de las bibliotecas y de las academias (¡esos cementerios de esfuerzos perdidos, esos calvarios de sueños crucificados, esos registros de impetuosidades rotas...!) es para los artistas lo que la tutela prolongada de los parientes para los jóvenes de inteligencia, enfebrecidos de talento y de voluntad.
 Sin embargo, para los moribundos, para los inválidos y para los prisioneros, puede ser bálsamo de sus heridas el admirable pasado, ya que el porvenir les está prohibido. 
¡Pero nosotros no, no le queremos, nosotros los jóvenes, los fuertes y los vivientes futuristas! ¡Con nosotros vienen los buenos incendiarios con los dedos carbonizados! ¡Heles aquí! ¡Heles aquí! ¡Prended fuego en las estanterías de las bibliotecas! ¡Desarraigad el curso de los canales para inundar los sótanos de los museos! ¡Oh! ¡Que naden a la deriva los cuadros gloriosos! ¡Sean nuestros los azadones y los martillos! ¡Minemos los cimientos de las ciudades venerables!... 
 Los más viejos entre nosotros no tienen todavía treinta años; por eso nos resta todavía toda una década para cumplir nuestro programa. 
¡Cuando tengamos cuarenta años que otros más jóvenes y más videntes nos arrojen al desván como manuscritos inútiles!...
Vendrán contra nosotros de muy lejos, de todas partes, saltando sobre la ligera cadencia de sus primeros poemas, agarrando el aire con sus dedos ganchudos, y respirando a las puertas de las Academias el buen olor de nuestros espíritus podridos, va destinados a las sórdidas catacumbas de las bibliotecas!...
 Pero no, nosotros no iremos nunca allá.
 Los nuevos adelantos nos encontrarán al fin, una noche de invierno, en plena campiña, bajo un doliente tinglado combatido por la lluvia, acurrucados cerca de nuestros aeroplanos trepidantes, en acción de calentarnos las manos en la fogata miserable que nutrirán nuestros libros de hoy ardiendo alegremente bajo el vuelo luminoso de sus imágenes.  
Se amotinarán alrededor de nosotros, desbordando despecho, exasperados por nuestro coraje infatigable, y se lanzarán a matarnos con tanto más denuedo y odio, cuanto mayores sean la admiración y el amor que nos tengan en sus entrañas.
 Y la fuerte y sana injusticia estallará radiosamente en sus ojos. Y estará bien.  Porque el arte no puede ser más que violencia, injusticia y crueldad. 
 Los más viejos de entre nosotros no tenemos aún treinta años, y por lo tanto hemos despilfarrado ya grandes tesoros de amor, de fuerza, de coraje y de dura voluntad, con precipitación, con delirio, sin cuenta, sin perder el aliento, a manos llenas. 
 ¡Miradnos! ¡No estamos sofocados! 
¡Nuestro corazón no siente la más ligera fatiga! 
¡Está nutrido de fuego, de valor y de velocidad! ¿Esto os asombra? 
¡Es que vosotros no os acordáis de haber vencido nunca! 
¡En pie sobre la cima del mundo arrojamos nuestro reto a las estrellas!
 ¿Vuestras objeciones? ¡Basta! ¡Basta! ¡Las conocemos! ¡Son las consabidas! 
¡Pero estamos bien cerciorados de lo que nuestra bella y falsa inteligencia nos afirma!
 –Nosotros no somos–decís– más que el resumen y la prolongación de nuestros antepasados. ¡Puede ser! ¡Sea! ¿Y qué importa? 
¡Es que nosotros no queremos escuchar! 
¡Guardaros de repetir vuestras infames palabras! ¡Levantad, más bien, la cabeza!¡En pie sobre la cima del mundo lanzamos una vez más el reto a las estrellas!

(Para completar con el pensamiento de Balilla Pratella, relee sus notas sobre la corriente futurista en la entrada del 26 de mayo de 2012 de este mismo blog.)

 Antes de pasar al siguiente manifiesto, escuchemos una de las obras del periodo: El aviador Dro, de Francesco Balilla Pratella, compuesta en 1913, en la que utiliza los intonarumori creados por Russolo.
Recordemos que pocos años antes, en 1906, Alberto Santos Dumont había realizado el primer vuelo autopropulsado.


Y recuerda el instrumento por antonomasia de esta corriente, el canta ruidos, o intonarumori:




Un buen ejemplo de las ideas que prevalecían en estos grupos es la obra de Rodchenko titulada La muerte de la pintura.




 
En 1913 se estrenaría la ópera futurista Victoria sobre el sol, de
Mijaíl Matiushin con colaboración de Malevich. Quienes vencían al sol eran los hombres fuertes del futuro, un futuro en el que las máquinas definitivamente habían vencido a la naturaleza.










































Localización de móviles gráficos, 1913, Frantisek Kupka. 



La taladradora, 1927

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